«ya no hace falta fusilar maestros porque existen otros métodos para anularlos»
Fueron muchos los esfuerzos de Franco, Stalin, Hitler, Castro, Ceausescu, Musolini, Mao y tantos otros dictadores que se afanaron en encarcelar y fusilar maestros, pensadores e intelectuales en general; en que solo pudiese acudir a las universidades la clase dirigente; en prohibir las reuniones de personas para evitar que intercambiasen opiniones; en cerrar ateneos y otras asociaciones; en quemar libros y en prohibirlos y perseguir a sus autores; en cerrar librerías y perseguir cualquier otra posibilidad que pudiese permitir al pueblo conocer y pensar por si mismos y alejarse del pensamiento único. Querer utilizar el intelecto donde ellos mandaban era considerado un delito, hasta tal punto que era común que esos totalitarismos fascistas utilizaran la palabra «intelectual» como un insulto especialmente despectivo a los que eran diferentes a ellos, a los que no se sometían a su voluntad y, por supuesto, razón suficiente para la sospecha, el encarcelamiento, la tortura y hasta la muerte.
Si aquellos dictadores levantasen hoy la cabeza se quedarían extasiados: las librerías se cierran solas por pura quiebra; ya no hace falta fusilar maestros porque existen otros métodos para anularlos; no es necesario evitar el acceso a la universidad porque el fracaso escolar «multiorgánico» ya es pandemia; buena parte de una juventud dócil está imbuida en una autoconfianza y soberbia desmedidas e incluso alardea voluntariamente de su ignorancia, absorta en la existencia aparente de las cosas y en las historias visionadas en croma; una sociedad que reniega voluntariamente de la lectura por pura pereza; en lugar de prohibir a la gente reunirse para que no se transmitan ideas, se la aturde con ruidos ensordecedores, drogas y alcohol; la temprana conciencia de pertenencia a tribu simplifica enormemente el pastoreo; ya no existe riesgo de que la juventud pueda verse tentada de seguir a un Che, a un Daniel Cohn-Bendit o solidarizarse con un Victor Jara: ahora adoran seres-yesca de corta vida y llamarada aparatosa absolutamente estériles, cuando no seres de la ficción más irreal.
Sin embargo hay algo que perdura: al que no sigue el pensamiento único, los totalitarios le siguen insultando como antaño. Irónicamente, son ahora los totalitarios los que llaman «fascista» al disidente.