Hoy es día de Todos los Santos, y por un momento voy a abandonar toda idea que hable de política, sea nacional o de fuera. Oír la palabra nacionalismos me produce un hastío y un cansancio infinito. Creo que nadie se siente cómodo cuando se ve peón en una partida de ajedrez con un jaque mate pactado. Veo a esos personajes tan pomposos en sus alocuciones, con esa desvergüenza que va ligada a la mentira que también forma ya parte indeleble de su persona y lo único que siento es tristeza. No hay otro sentimiento. Profunda tristeza. Infinita tristeza.
Tal vez mi tristeza sea porque este día trae aparejados recuerdos que hoy sacamos del corazón. Miro el día desde mi ventana, en esta tierra de Murcia, con un sol que corresponde a un tiempo casi veraniego e inevitablemente me pregunto ¿será Noviembre?, ¿no me habrá hecho un guiño mi calendario y ha pasado unos meses que todavía no han terminado?. Calor y Noviembre, casi es un oximoron, antes al menos si lo era, y es en este momento cuando abro mi particular memoria histórica, que tanto me gusta abrir en muchos momentos de mi vida y entonces vuelo hacia atrás en el tiempo y ya no soy la mujer de 68 años, no, ahora soy una niña de 9 o 10 años en un día, como hoy, de Todos los Santos, y me dejo envolver por esa imagen y ese momento…..
Es temprano. Hace mucho frío en Madrid, pero en casa se diría que mis padres preparan una excursión campestre. Mis hermanos y yo vamos a desayunar en la cocina de nuestro entrañable hotelito de Bravo Murillo. Desde muy pronto nuestra madre ha encendido la cocina de carbón y leña. Su superficie está brillante y pulida y el cueceleches de aluminio calienta el contenido que también nuestra madre fue a comprar a la lechería que está lindando a nuestra casa, y también al lado, la churreria ofrece sus buñuelos, (¡Ay que daría! por poder comer unos de esos crujientes buñuelos de churrería que hoy han desaparecido), sus porras y churros que mamá ha traído colgando de ese verde junco en que los sirven, y su olor nos hace la boca agua.
También la cocina huele a caldo, a tortilla francesa y a pan caliente.
Papá y mamá desayunan con nosotros, y hablamos y reímos, que por algo hoy no hay Colegio, pero nos apremian a que no perdamos tiempo. Tenemos que recoger a nuestra abuela y no hay que llegar muy tarde al Cementerio. Vemos que hay preparado un cubo, bayetas y estropajo y una sillita de enea con un cojín y una manta, también hay flores.
El Cementerio, nuestra abuela, y entonces recordamos que mamá siempre discute con ella por lo mismo, año tras año. Para mi abuela este día es sagrado, este día pertenece a la familia que ha perdido, este día quiere pasarlo desde muy temprano junto a la tumba de su esposo, este día es para ella.
La recogemos en su casa, casa de corredor en pleno corazón del barrio de Maravillas.
Mi abuela, siempre de negro desde que murió su esposo al finalizar la guerra, con su moñete bajo que muy coqueta lo rellena con cabello trenzado, para disimular que no tiene demasiado pelo. Sube al coche y nos reprocha que hemos llegado demasiado tarde. Nuevamente mamá la regaña por esta costumbre de querer pasar el día entero en el cementerio, que va a coger lo que no tiene, que el abuelo no necesita su presencia todo el dia para saber que le recuerda, y así discutiendo llegamos a las puertas del Cementerio de La Almudena.
Hay mucha gente, todas las lápidas están llenas de flores. buscamos la tumba de mi abuelo, y empieza el ritual de todos los años. Primero limpiar a conciencia toda la superficie y engalanarla con las flores que traemos. Mientras los mayores están en esas faenas, mis hermanos y yo corremos jugando entre las tumbas. Hay un ambiente festivo, las mujeres de la edad de mi abuela tienen su misma costumbre, así que hay sillas de enea cerca de muchas lápidas. Menos mal que no llueve porque el frio es intenso.
Volvemos junto a nuestra familia y ya mi abuela ha tomado posición, cual soldado encargado de vigilar un puesto, y se encuentra sentada con la manta tapando sus piernas. Mamá vuelve a decirla que es una locura quedarse allí hasta que la recojamos a las siete de la tarde, pero mi abuela nunca cede. Es su día. Mamá la acerca la bolsa con el termo de caldo y el bocadillo de tortilla francesa que ha pedido. Otras mujeres la saludan, se conocen de otros años. Desde luego no va a estar sola. A ella la gusta charlar con otras viudas de sus cosas, que hoy es de sus muertos. Y no quiere a nadie más con ella.
Nos despedimos besando a mi abuela, y regresamos al coche. Dentro, mis padres vuelven a decir que «hay que ver que manía de querer estar ahí», pero esta discusión también forma parte del ritual anual.
Regresamos a casa, al calor de nuestro hogar, y poco a poco, yo voy cerrando la pequeña ventana que abrí en mi memoria y sonrío recordándolo. Estoy de nuevo en el pueblo murciano que acoge mi jubilación. Veo el sol, siento el calor y miro de nuevo el calendario para comprobar que si, que es Noviembre aunque no lo parezca.
Maravilloso relato tu recuerdo infantil del uno de Noviembre .Mientras lo leía me parecía vivir también aquella infancia , que nuestra generación vivió.
Mis abuelos maternos también descansan en la Almudena . Recuerdo que mi abuela recodaba a su hijo, con el mismo ritual cada uno de Noviembre. Su foto junto a un jarrón de crisantemos blancos y un recipiente de cristal lleno de pequeñas lamparillas con aceite,que nantenia encendidas durante todo el día Mi tío Julio , hermano de mi madre fallecido con 19 años en la Marina , estaba enterrado en El Ferrol.
Me ha emocionado mucho tu relato y tienes auténtica madera de escritora .Sabes transmitir
Los sentimientos por medio de la escritura y es un don que admiro y envidio .
Gracias por este recuerdo tan entrañable que has querido compartir con nosotras
Un montón de besos 😘😘😘😘😘😘😘😘🐢