Cuando en el año 1.968 vine a vivir a Roma, mis conocimientos de la lengua italiana eran en realidad un poco escasos.
Cuatro años antes, durante un viaje de estudios a Londres, había conocido al que hoy es mi marido, y nunca tuve problema alguno para charlar con él. Cada uno de nosotros usó siempre su propio idioma, intercalando palabras en inglés si nos parecía que esto ayudaba a la comprensión del diálogo.
Mi amiga y compañera de viaje adoptó el mismo sistema para conversar con el, a su vez amigo y compañero de viaje de mi “ragazzo italiano”. Se formó así un grupo de cuatro personas que hablaban contemporáneamente tres idiomas como en una bíblica Torre de Babel.
La cosa funcionó perfectamente, tanto es verdad que mi amiga acabó casándose con el amigo de mi “futuro” aún antes que yo, y hoy residimos todos en Roma manteniendo una estupenda amistad que hemos transmitido a nuestros hijos.
Todo esto para explicar que estaba acostumbrada a oír hablar un italiano poco ortodoxo y a ser además comprendida en español. O al menos así yo lo creía, pues a veces manteníamos animadísimas discusiones, que incluso generaban en enfado, pero que solían terminar en risas cuando descubríamos que llevábamos horas charlando de argumentos totalmente distintos, o defendiendo con pasión un mismo punto de vista sin saberlo.
Establecida en Roma y debiendo afrontar la vida cotidiana, vecinos, transportes, médicos, mercados, etc., se hizo necesario mejorar mi capacidad de expresión-comprensión, y sabiendo que los niños con su sencillo lenguaje, son excelentes maestros para los extranjeros, pasaba largos ratos con mi recién adquirida sobrina de cuatro años, pero eran más las palabras españolas que ella memorizaba que las que yo aprendía, por lo que decidí entonces aprovechar mi pasión por el cine para incrementar mi vocabulario.
Pensaba yo, que esto del cine funcionaba en Italia como en España o Inglaterra, es decir, se pone uno en la cola, espera su turno, compra su entrada eligiendo su sitio si las localidades son numeradas y si no es así, tratando de llegar prontito para encontrar un buen asiento.
La primera tarde que mi marido me acompañó al cine, pude comprobar que todo lo dicho anteriormente carecía de sentido en Roma. Para empezar, me sorprendió mucho que mi marido, siempre puntual, no viera ninguna necesidad de llegar al cine con más de diez minutos de anticipación, aún tratándose de una película estrenada recientemente y yo tenía miedo de encontrar una larga cola, pero por más que insistía, recibía sólo como respuesta una sonrisa y un “tu tranquila”.
Al llegar a las proximidades del cine y viendo un pelotón de gente que amontonadas se empujaban unas a otras invadiendo la calle y creando incluso dificultades al, ya de por sí, dificultoso tráfico, pensé que había ocurrido alguna desgracia. Mi marido pacientemente me explico que se trataba tan sólo de la gente que intentaba comprar las localidades a tiempo de ver comenzar el espectáculo y, dado que la taquilla se abría solamente diez minutos antes del inicio del mismo, era inevitable un poco de jaleo.
Me localizó después un protegido rincón de la pared donde ya se agrupaban unos cuantos niños, ancianitos y otras tantas personas indefensas que esperaban tranquilamente a que los padres, familiares o amigos más aguerridos consiguieran, a fuerza de codazos, las suspiradas entradas, y seguidamente se lanzó él también a la conquista de las mismas.
Esta fue la primera ocasión que tuve de conocer la aversión de los romanos a todo lo que signifique ponerse en fila. Se amontonan ante los cines, autobuses, correos, bancos, ambulatorios o puestos del mercado.
Si entrando en una concurrida carnicería se me ocurriera preguntar: “¿Quién es el último?”, lo mejor que me podría pasar es que me miraran en silencio como a un bicho raro, lo peor, que alguien me contestara de mala manera: ¿A Ud. qué le importa?”.
Si comento con mis amigos romanos lo incómodo e incivil de este comportamiento, me responden con un: “En Roma es así”, frase que se oye a menudo para justificar cualquier desmadre. Más de una vez he comprobado la sorpresa que les causa ver en Madrid gente que, ordenadamente en la cola, espera para subir al autobús o para sacar unas entradas y, no digamos, para comprar la lotería. Me suelen decir que da gusto ver ese orden, pero que también les parece un poco triste eso de alinearse siempre en vez de dejarlo a la iniciativa de cada cual y al “¡que gane el mejor!”.
En la actualidad varios cines (los primeros fueron los del Sr. Berlusconi, quien, en este sentido, trató, inutilmente, de educar a los romanos), han colocado una serie de barandillas que, al menos por unos cuantos metros, obligan al público a ordenarse en fila de a uno. Los romanos, como de costumbre, se adecuan a la situación, comentando incluso que está bien eso de no tener que pisar a la gente o clavarle un codo en el hígado. A pesar de ello, en los cines donde no han adoptado tal sistema, las escenas que yo viví hace casi treinta años, se repiten inmutables, lo que demuestra lo incorregible de su carácter, apenas se afloja el control.
Esperando que mi marido volviera con las entradas, observaba interesada una especie de panel colocado en la pared, sobre la cabeza de la taquillera, en el se encendían o se apagaban unas lucecitas verdes y rojas en correspondencia con unas frases escritas en el mismo. El panel estaba bastante alto, de modo que la gente, en medio del barullo, podía controlarlo alzando la mirada.
No entendía bien el significado de esas señales, que me fueron posteriormente explicadas. Unas anunciaban el comienzo del espectáculo y los varios momentos del mismo: noticias, documental, anuncios, primer tiempo, descanso y segundo tiempo (en Italia las películas se dividen siempre en dos tiempos para que los espectadores estiren las piernas, charlen y vayan al bar o al servicio). Otras indicaban si quedaban sitios libres en butaca de patio, arriba o sólo de pie. Y aquí es necesario explicar que las entradas de los cines nunca eran numeradas por lo que se vendían tantas como se solicitaran, eso sí, advirtiendo con las lucecitas que les tocará estar de pie porque el cine está de bote en bote. Dado que el precio de las localidades es bastante elevado, se dejaba a la elección del público, como gusta a los romanos, eso de gastarse mil y pico de pesetas para disfrutar de una buena película…. de pie.
Hoy en día, las entradas son numeradas, por lo que sólo se pueden vender tantas como permita el aforo. Los paneles luminosos no existen, al haber desaparecido la utilidad para la que estaban concebidos, pero las colas siguen siendo caóticas, salvo que existan esas barreras para guiar al «rebaño»
Superadas estas pequeñas dificultades, logramos entrar en el cine, perdiéndonos apenas unos minutos de proyección, e incluso conseguimos sentarnos, aunque en un lateral de una de las primeras filas. A pesar del estrés que tan insospechada situación me había producido, decidí relajarme y concentrarme en la película, pero no había contado con otra sorpresa que me esperaba.
Mis vecinos de asiento sacaron al unísono sus cigarrillos y se dispusieron a gozar de las próximas dos horas mientras fumaban unos pitillitos. Noté entonces que cada butaca estaba equipada con un cenicero que emanaba un fuerte olor a nicotina. Esto, añadido a la nube de humo que comenzó a flotar a mi alrededor, empezó a causarme un molesto picor en los ojos. De aire acondicionado, en aquellos tiempos, ni se hablaba, con lo que es fácil imaginar lo que suponía estar en un ambiente cerrado con más de 100 personas fumando alrededor (añado que nosotros no éramos fumadores).
Pregunté entonces a mi marido por qué se permitía fumar y me contestó que era natural no obligar a los fumadores a tal renuncia. Entre toses y lagrimeos pude también observar un continuo movimiento de personas que caminaban por los pasillos del cine en busca de un inexistente asiento. Algunos terminaban apoyándose en la pared y otros sentándose en el suelo. Distraída, no conseguía entender la película.
Finalmente apareció el letrero “fin del primer tiempo” , y esperé a que se encendieran las luces para salir a respirar un poco de aire puro. En lugar de ello, de algún lugar en la parte superior del cine se filtró un rayo de luz, como si alguien hubiera abierto una ventana. Ante mi asombro, el techo del cine empezó a abrirse por el medio, deslizándose sobre sí mismo hacia las paredes laterales. La abertura central se hizo cada vez mayor y el luminoso cielo apareció sobre nuestras cabezas. El aire viciado y el humo de los cigarrillos ascendió flotando y yo pude contemplar los tejados de las casas, donde los vecinos desde sus ventanas nos miraban con aburrimiento. Transcurrido un cuarto de hora, el techo se puso de nuevo en movimiento hasta cerrarse totalmente y la sala recobró la oscuridad.
Nunca he olvidado esta primera impresión, aunque aún más bonito fue vivirla de noche, con el oscuro cielo, la luna y las estrellas. Posteriormente tuve ocasión de verificar la comodidad de este sistema que permitía, económicamente, renovar el aire regulando la abertura del techo en mayor o menor medida, según fuera invierno o verano. Naturalmente en los días de lluvia se era libre de elegir, siempre al gusto de los romanos, entre ahogarse en el aire irrespirable del cine o quedarse en casa.
Hace ya años que no se fuma en los cines (imposición que no recuerdo bien si costó la caída de algún Gobierno). El aire acondicionado mantiene el oxígeno controlado y en consecuencia ya no existen cines como ése, pero a veces pienso que valía la pena soportar el humo de los cigarrillos, por ver de repente el techo del cine sustituido por un hermoso cielo estrellado.