Hoy tengo un día especialmente ensoñador, hace unas semanas he estado recorriendo el barrio de mi infancia. Salí de la estación de Metro de “Estrecho”,y encaminé mis pasos hacia la calle donde pasé los años más felices de mi vida, y quizá los que más te marcan, desde el nacimiento hasta los trece años. Es la calle Teruel, una calle estrecha y fea, pero que yo la recordaba alegre y ancha, allí en el el número 7 estaba nuestro hotelito, de esos típicos hotelitos (así se llamaban, no con el pomposo nombre de chalet como ahora) tan hermosos que había por todo Madrid. Era precioso, con una verja de entrada muy bella que daba acceso al jardín delantero y de donde arrancaba una escalera de unos diez peldaños a izquierda y derecha y éstos confluían en lo que era la puerta principal de la vivienda. La verdad es que casi nunca entrábamos por ahí, sino que lo hacíamos atravesando todo el jardín que bordeaba por la derecha todo el hotelito y en su parte trasera estaba la entrada posterior que daba a la cocina, que como era habitual en esos años, era la pieza más importante de la casa puesto que allí se hacía casi toda la vida. Era una habitación cálida, con esa cocina de carbón grande y negra que siempre estaba brillante y siempre encendida y en donde invariablemente había un guiso cociendo desde por la mañana, como debe ser, a fuego lento, y en donde mi madre nos hacía dulces de todo tipo que esparcían por toda la casa un olor delicioso.
Allí, en la mesa de la cocina, una mesa grande donde podíamos comer todos juntos, hacíamos los deberes al volver del colegio, y luego, antes de acostarnos, cuando éramos más pequeños también nos bañaba mi madre en la pila de la cocina, que era como todo allí grande y de piedra, y por supuesto se estaba más calentito que en el gran cuarto de baño. Cuanto me acuerdo de esa cocina de carbón con su enorme termo de agua en la parte superior, que se calentaba a la vez que ardía el fuego y esa calefacción “Roca” que mis padres habían hecho instalar para poder pasar los inviernos sin helarnos de frío y con la que mis hermanos y yo disfrutábamos abriendo su ancha boca para llenarla de carbón y leña y que, una vez encendida, distribuía su calor a través de los diversos radiadores que había en las distintas habitaciones.
Los dormitorios eran amplios y el mío era compartido con mi hermana, teníamos dos camitas gemelas con sus colchas güateadas en invierno y de suave algodón en verano y nuestra ventana daba al jardín, bueno como todas las de la casa, un jardín que hasta que nuestros padres construyeron el garaje y lo pavimentaron, tenía hasta árboles frutales, un ciruelo, una parra, y no recuerdo que otros más. También el jardín estaba lleno de rosales, hortensias y teníamos un altísimo laurel que ahuyentaba los insectos y era una alegría verlo.
La parte trasera del jardín tenía una escalera que a nuestros infantiles ojos nos parecía enormemente alta, y lo era en realidad, y esa escalera nos subía hasta la terraza que estaba una mitad cubierta con tejas y la otra mitad cubierta con baldosín catalán, y allí creábamos nuestros mundos de juegos, haciendo tiendas de campaña con cajones y cartón para convertirnos en indios peleando contra los americanos, o nos convertíamos en exploradores y nos subíamos a las tejas (siempre cuidando que no nos vieran por el peligro que había de caerse) y así podíamos espiar a nuestros vecinos que eran de lo más especial porque ellos eran de cuatro patas, vamos que teníamos por vecinos a un grupo de vacas ya que la casa pegada a la nuestra era una lechería con vivienda incorporada y, por supuesto, en lo que tenía que ser el patio estaban los establos. Esto era habitual en Madrid, pero ahora pienso que los pobres animales no salían para nada y no se como era posible que no hubiera más enfermedades con las condiciones higiénicas que tenían las vaquerías en la capital, lo curioso es que no tuviéramos malos olores o demasiados insectos en verano, o por lo menos no recuerdo que los hubiera. Los propietarios eran el señor Domingo y la señora Domi (por Domitila) y lo que más me gustaba era ir a comprar la leche con la lechera y pedir un cuartillo o medio litro o un litro, dependiendo de lo que necesitara mi madre y ver como la servía con esas medidas de estaño tan relucientes que tenía, siempre ordenadas, en el mostrador de mármol blanco.
No puedo dejar de recordar el regalo que nuestros padres nos hicieron cuando mandaron construir en el patio al que daba la cocina, una pequeña casa llena de estanterías, con una mesita y sillas de enea para, a la vez que se utilizaba para poner orden en juguetes, herramientas caseras, y cachivaches de todo tipo, también servía para que nosotros jugáramos, sintiéndonos independientes, era como un territorio nuestro y recuerdo cuanto nos pudimos reír cuando un amigo del colegio, Eugenio, nos construyó una radio de galena que nunca conseguimos hacer que funcionara bien, pero que sirvió para disfrutar enormemente, sobre todo mi hermano, mi querida amiga Sagrario, Eugenio y yo, intentando hacer que aquel artilugio casero emitiera algún sonido. Allí se guardaban tesoros de todo tipo que ojala hubiéramos podido conservar pero que en los líos que conlleva una mudanza cuando dejamos de vivir allí, se perdieron sin saber como, entre ellos una colección de las aventuras de Dick Turpín en formato grande, casi como un periódico que se editaba semanalmente y eran unos 15 fascículos y que a mí particularmente me fascinaban y me hacían sentir parte de esa cuadrilla de aventureros, siempre fuera de la ley pero en defensa del débil y del oprimido, y yo disfrutaba siendo unas veces Dick, otras el negro Batanero, otras el pelirrojo que ya he olvidado el nombre, dependiendo de la historia elegía a mi gusto en que miembro de esa partida de encantadores facinerosos quería convertirme. No sabéis cuanto siento que se hayan perdido.
También desde nuestra terraza en los meses de verano podíamos ver los espectáculos que daban en la terraza del cine “Europa”, que unas veces eran espectáculos de lucha libre y otros de teatro y canciones. Eran veranos alegres y despreocupados, sin otro trabajo que hacer que jugar. Eramos felices cuando, todas las noches, papá nos contaba cuentos, unas veces leídos y otras inventados, primero en el patio mientras esperábamos a que mamá acabara de hacer la cena y luego una vez acostados cuando, antes de darnos las buenas noches, nos continuaba esas maravillosas historias, casi todas de aventuras, de Salgari, Zane Grey o de las Mil y Una noches sobre todo las aventuras de Simbad el Marino o Ali Babá. Siempre tendré esos recuerdos en mi memoria asociados a los veranos de mi infancia.
Era una calle bulliciosa, teníamos enfrente el Colegio de D. José, habilitado en otro precioso hotelito. También teníamos la churrería, donde todas las mañanas iban las madres a por los churros o los crujientes buñuelos para el desayuno que nos los despachaban metidos en un junco y así los llevabas como si fuera una cesta. En la esquina de la calle estaba la juguetería “El Rey Mago” y me ha dado mucha alegría ver que todavía sigue en pie pero, sobre todo, me vino a la memoria una pequeña tienda, casi un chiscón, donde estaba la señora María, una señora regordeta con una cara muy redonda y los dientes muy salidos que le impedían pronunciar bien las palabras y que invariablemente saludaba a los niños con un “buenos días guapitos”, pero dentro tenía de todo, era la típica cacharrería, donde había una chica siempre con la cabeza agachada cogiendo puntos a las medias, pero lo único que a los niños nos interesaba era que compraba, vendía y cambiaba tebeos, revistas, novelas y cuentos. La cantidad de tebeos de hadas de la colección “Azucena” que hemos cambiado y también de aventuras como los del Capitán Trueno, Hazañas Bélicas, El Jabato o Florita.
También me vino a la memoria la tienda de ultramarinos del barrio, la tienda del Sr. Terán, apenas recuerdo como era pero en mi memoria ha quedado algo que hoy en día sería una pieza de museo, el émbolo (la verdad es que no se como llamarlo) que hacía subir y bajar el aceite, que entonces se vendía suelto con un intenso aroma y un color verde que en nada se parece al que habitualmente compramos hoy en día, no sabíamos si era de 0,4 ó de 1 grado o virgen extra, pero si sabíamos que el pan con aceite y azúcar (como a mi me gustaba tomarlo) estaba delicioso.
Fue una mezcla de nostalgia y tristeza el volver por esa calle, la verdad es que la zona me pareció triste y sucia, con las calles muy estrechas y un tráfico tan intenso que me hacía pensar que mi memoria me jugaba una mala pasada cuando recordaba los juegos de los niños en la calle sin peligro que los pocos coches que pasaban pudieran atropellarnos. Pero aunque casi nada recordaba a mi calle de entonces no tengo más que mirar dentro de mi corazón para volver a vivir mi infancia tal y como la recuerdo, alegre y feliz. Mi corazón y mi cerebro son el mejor álbum de fotos porque las fotos envejecen y son estáticas pero en mi memoria todo es reciente y con movimiento, entro y salgo cuando quiero y me transporto al momento que quiero, ninguna máquina de última generación puede tener tal poder de evocación y, aunque reconozco que me gustaría tener un DVD con recuerdos de nuestros juegos, de nuestra casa, las fiestas de cumpleaños y tantas cosas que hoy en día se pueden recrear en imágenes, nadie me podrá robar nunca mi particular archivo histórico que siempre estará ahí para recorrerlo cuando desee sentirme niña y volar con la imaginación por encima de este mundo de hoy que cada día se me antoja mas salvaje e inhumano.
Fui feliz en esa casa. Recuerdo perfectamente las tardesse juegos. La distribucion de la casa. El vasito de qquina Santa Catalina que nos daba D. Carmelo y los dulces de doña Julia de los que yo aun guardo alguna receta. Si cierro los ojos todavia percibo la penbra del comedor con las ventanas cerradas por el calor del verano y la voz de Carmelo jugando conmigo y tratando de hacer que la radio funcionase