Hablamos de uno de los países con mayor cantidad de festivos en su calendario laboral, y la mayor parte de ellos por motivaciones religiosas católicas, aunque socialmente pretende ser un país aconfesional.
De un país que en Europa está considerado de muy baja productividad, pero que sin embargo ocupa uno de los primeros puestos europeos en cuanto a número de horas pasadas en el puesto de trabajo.
De un país que, irónicamente, denomina a las oficinas de atención a los desempleados «oficina de empleo», pese a que éstas no llegan a gestionar más que un escaso 3,6% de colocación de desempleados.
De un país donde las «empresas de trabajo temporal» forman un entramado que bajo cobertura legalmente reflejada en el apartado 1º del Artículo 43 del Estatuto de los Trabajadores, y usando el eufemismo de «cesión del trabajador», se dedican a lo que en otros tiempos fue conocido como tráfico de seres humanos. Eso si, tráfico vestido de «legalidad». Aunque casos como éste, en el que se denuncia la existencia hasta de ¡¡cinco niveles!! de «cesión del trabajador» son moneda corriente en nuestra devastada España.
Hablamos de un país en el que -ya bien entrado el siglo XXI- diarios, revistas y emisoras de radio y televisión se pueblan de videntes y adivinos. De un país que en sus modernos aviones comerciales sigue eliminando la fila 13 por pura superstición. De un país que es incapaz de enfrentarse a una pandemia de forma eficiente o de gestionar medio decentemente una simple nevada. De un país donde si se quiere ver sudar a alguien basta con preguntarle por el nombre de 5 científicos españoles, aunque capaces de recitar legiones de nombres de futbolistas, folclóricos, toreros, cantantes, o induced celebrity media, con una sonrisa de autosatisfacción.
Cada vez que en nuestro país se escucha hablar de reforma laboral, da la impresión de tratarse de una necesidad unilateral. Unos opinan que debe ser reformada la situación del trabajador, y otros opinan que lo que debe ser reformada es la posición del empresario. Curiosamente, al que nunca se le oye la opinión es al principal protagonista de estos debates: el trabajador. En los lugares donde se habla de esa necesidad de la reforma, suele afirmarse que el trabajador está representado por los sindicatos, lo cual no deja de ser una paradoja puesto que los sindicatos mayoritarios -y por tanto de mayor peso- en España, son los únicos subvencionados por el Gobierno.
Pero lo que produce auténtica sorpresa es que unos y otros están de acuerdo en ni tan siquiera plantearse la posibilidad de dar por liquidado un modelo agotado que trata de perpetuar el concepto fabril de la revolución industrial de hace 200 años. Cuesta asimilar que 200 años después, persista el empecinamiento en hacinar a los obreros en núcleos de producción. Si antes eran las fábricas, ahora compiten «polígonos» y «rascacielos de oficinas» en concentrar masa obrera. Esas concentraciones del pleistoceno laboral arrastran a su vez las concentraciones urbanas, incluso determinan las épocas de asueto del obrero marcando los calendarios escolares de sus hijos, y convirtiendo lo que podría ser un disfrute de vacación en cualquier momento del año en el concepto veraneo, consiguiendo así limitar los empleos derivados de los servicios vinculados -por ejemplo- al ocio y la hostelería, la masificación y, en consecuencia, el disparo de los precios.
Son los mismos que igualmente se empecinan en obviar la posibilidad de soluciones como el teletrabajo, porque la miseria intelectual y humana les impide ver el enorme ahorro para trabajadores, empresarios y medio ambiente, mejora de la movilidad y algo muy demandado a día de hoy: la conciliación de la vida familiar. No importa que se nos llene la boca anunciando que vivimos en la «era de las comunicaciones», cuando en realidad somos incapaces de comprender las ventajas que nos ofrece y nos limitamos a la descarga de la red de productos de ocio socio-aislante.
Quizá, algún día, alguien realmente quiera hablar de reformar la productividad en España; nuestra auténtica asignatura pendiente.