Un día cualquiera

 

Podría transcurrir esta historia en cualquier punto de España, pero va a ser en Pasajes de San Juan, esa pequeña y hermosa localidad guipuzcoana, donde va a tener lugar.

Son las siete menos cuarto dela mañana, y la vida comienza en un bloque de un humilde barrio obrero. En el tercer piso se enciende una luz, un hombre joven sale de un dormitorio y se dirige, bostezando, hacía el cuarto de aseo, poco después con el pelo todavía húmedo, y cubierto con una bata de baño, camina hacia la cocina, en donde comienza a preparar dos desayunos, pone una cafetera y un cazo con leche en el fuego y en una taza infantil echa dos cucharadas de Cola Cao. Luego prepara un buen montón de galletas, y apaga los fuegos, dejando que repose la cafetera que ya esparce por toda Ia cocina el familiar aroma a café.

Sin encender ninguna luz, guiándose por la claridad que viene de la cocina, entra en un pequeño dormitorio, se acerca a una cama en donde se aprecia la silueta de un niño y dulcemente le besa mientras susurra «despierta hijo», «ya es la hora», «el desayuno está listo», «no hagas ruido para no despertar a mama».

Se oyen las protestas habituales del niño, y el padre, como siempre, le coge en brazos y le lleva hasta el baño, le lava la cara y luego, amorosamente, vuelve a llevarle en brazos hasta la cocina, allí desayunan mientras el niño, de unos 9 años, le cuenta a su padre lo que ha soñado y lo que quiere que hagan por la tarde cuando regresen, él del colegio y su padre del trabajo. Terminan de desayunar y el padre insta al niño a que se apresure en vestirse, que se está haciendo tarde. Poco después, el padre vistiendo un uniforme de policía, entra de nuevo en su dormitorio, se acerca hacia la cama y con ternura besa en la mejilla a la mujer que duerme mientras le dice «hasta luego bihotza».

Sale de Ia habitación mientras piensa en lo hermosa y musical que resulta la palabra bihotza, es de las pocas palabras que ha aprendido en euskera, y le gusta; en castellano corazón no suena tan bonito. El niño le está esperando en la puerta, lleva la mochila a la espalda, coge la mano de su padre y bajan la escalera camino de la calle.

Cuando salen del portal, una fina lluvia les da la bienvenida, todavía hay demasiada bruma pero ya se puede afirmar que va a ser un día gris, como casi todos los días de este frío y lluvioso noviembre. Se suben las capuchas de los chubasqueros y apresuran sus pasos. Como todos los días el padre lleva a su hijo al colegio. Son casi las 8 de la mañana y tienen todavía una larga calle que andar.

De repente todo transcurre con enorme rapidez. Un hombre joven, de unos 35 años, sale de un portal por el que están pasando en esos momentos, saca un arma del bolsillo y dispara a la cabeza del hombre uniformado. El ruido es impresionante, el niño siente el tirón de la mano de su padre. Ve su cuerpo caer al suelo y en esos breves segundos, sus o]os clavan la mirada en el hombre que todavía tiene el arma en la mano. Se miran y los dos, asesino y niño, saben que nunca podrán olvidar ese rostro y esa mirada, El niño no entiende nada, tira del brazo de su padre mientras le grita, «¡levanta papá, voy a llegar tarde al colegio, levanta por favor!» Alguien le separa de su padre, le meten en un coche, sigue sin entender nada. Una mujer, también vistiendo un uniforme de policía, le besa y dice «pobrecito». Entonces no puede más, da rienda suelta a su miedo y su dolor, y comienza a sollozar desconsoladamente Han pasado muy pocas horas, pero todo en ese día es diferente, ha visto a su madre abrazarle con desesperación y llorar, luego les han llevado en un coche negro, muy lujoso como los de las películas, hasta un lugar lleno de gente, alguna de cuyas caras el niño recuerda haberla visto en televisión, y esas personas abrazan a su madre y le musitan palabras al oído, pero el niño no recuerda haberles visto nunca con su padre, está seguro que no son amigos, sin embargo, debe de estar equivocado, porque esas gentes tan importantes están saludando y besando a su madre como si la conocieran desde hace tiempo. Luego pasan a una sala en donde está un ataúd, que él sabe, porque su madre se lo ha contado, que es donde su papa esta descansando para siempre. Poco después, vuelven a llevarles en ese coche tan bonito hasta un pequeño cementerio Allí, le han dicho, es donde tiene que despedirse de su papá.

Nuevamente esos rostros de la televisión, abrazan a su madre y le entregan una bandera doblada.

El niño sigue sin comprender demasiado. No ha entendido las explicaciones de su madre sobre que tienen que regresar al pueblo donde están sus abuelos, al pueblo donde nacieron sus padres, porque aquí no pueden vivir, no ha entendido nada sobre que las gentes con las que todos los dias conviven; no les quieren, él sabe que a veces hablan un idioma extraño, pero en el colegio están enseñándoselo para que también él pueda hablar como ellos. Él tiene amigos y sabe que sí le quieren, pero su mamá insiste y dice cosas como que le ha quedado una pensión muy pequeña y que en el pueblo, por lo menos, podrán vivir con un poco de dignidad y sin aguantar humillaciones; dice algo como que no quiere que le llamen «maqueto». ¿Qué querrá decir eso?. También dice cosas como que una vez enterrado el muerto, los políticos se olvidan de los vivos, dice cosas como que no todos los muertos son igual de importantes, pero el niño sigue sin entender nada. Solo sabe que tendrá que irse de este lugar que es su tierra, donde ha nacido, donde tiene sus amigos y su equipo de fútbol, donde tiene el mar tan cerca, para irse a un lugar extraño y triste.

Luego, se encuentra en un vagón de tren, mira por la ventanilla y observa los cambios de paisaje: ya no están esos hermosos campos verdes ni ese cielo plomizo que parece llorar tanto, ahora atraviesan tierras áridas donde, a pesar de noviembre, brilla el sol, y en donde no hay atisbo de hierba.

Por fin, el tren se detiene en una pequeña y destartalada estación. Allí, dos ancianos, sus abuelos, a quienes todavía no conoce, les están esperando. Abrazan a su madre y a él, como si todavía fuera un bebé. Le cogen en brazos y le besan, empapándole los cabellos con sus lágrimas. Luego, más calmados, cogen el equipaje y caminan en silencio hasta una casa, en cuyo tejado hay una chimenea humeante.

Han pasado 20 años.

Un joven entra en el pequeño cementerio de Pasajes de San Juan. Es primavera, y el verde de los campos es mas esmeralda que nunca. Apresuradamente, se dirige a una tumba, en donde una lápida marca dos fechas y un nombre.

El joven, intenta recordar la cara de de ese nombre, que un día fue el padre con el que jugaba, aprendía y le hacía sentirse querido, pero otra imagen permanece en su retina; sacude su cabeza para borrar esos fantasmas que tanto daño le hacen y piensa en que su padre dejó de vivir en un año en el que muchos otros como él, fueron condenados a dejar de vivir sin que nadie supiese exactamente el porqué.

Ha prometido a su madre que rezaría algo e intenta recordar alguna oración de cuando era niño. Luego deposita unas flores sobre la lápida y sale del cementerio. Decide caminar y recorrer ese pueblo tan hermoso en donde pasó parte de su niñez.

Entra en un pequeño parque, donde un hombre, ya mayor, con el pelo encanecido juega con una niña. El hombre ríe feliz las gracias de la pequeña que le llama cariñosamente «aitona». De pronto comienza a llover suavemente. El hombre mira la tierra que poco a poco se humedce y empieza a andar hada la niña. En ese momento se cruza con el joven. Sus miradas se encuentran fugazmente. La lluvia cae más insistente. Vuelven a encontrarse sus miradas y recuerdan una mañana, vagamente similar, un uniforme, una pistola, disparos…

El hombre y el joven sacuden sus cabezas tratando de olvidar un día y una muerte sin sentido.

El joven sube las solapas de su chaqueta y sale del parque sin mirar atrás.

Descubre que no hay odio en su corazón.

Desde lejos le llega la voz del anciano llamando a su nieta: «Arantxa, etorri emen!!’‛

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