La noche era ventosa, qué digo, huracanada. Se escuchaba el silbido del viento en el tiro de la chimenea y el ulular de la borrasca en la calle.
Entré en mi dormitorio dispuesto a refugiarme en el nido de edredones que me aislarían del temporal. Las farolas de la calle proyectaban sobre las cortinas sombras chinescas de los árboles del jardín, cimbreantes espectros, que agitaban violentamente los brazos en imaginarias llamadas de auxilio al ritmo del vendaval.
No resistí la tentación de disfrutar unos segundos del espectáculo, no encendí la luz, me acerqué a la ventana y bailé unos segundos al ritmo macabro que marcaba el abedul.
Abrí la cortina para ver el espectáculo real y allí estaba ella. En la puerta de entrada a mi jardín, inmóvil, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, esperándome.
Di un paso atrás, antes de caer en la cuenta que en la oscuridad de mi habitación ella no podía verme. Me acerqué otra vez a los cristales y si, estaba esperándome.
Bajé a la entrada, corrí los cerrojos, encendí las luces exteriores y abrí la puerta por si era alguien que necesitaba ayuda. No había nadie. Salí hasta la puerta exterior del jardín y miré a izquierda y derecha por si había huido, pero no vi a nadie.
El viento me zarandeó, hacía frio y regresé al calor del hogar cerrando todos los cerrojos otra vez. Esta fue la primera vez.
De regreso a mi dormitorio me asomé varias veces por ver si la volvía a ver, pero ya no apareció. Dormí agitado. Una y otra vez me despertaba viendo su imagen. Su larga melena estática, no era agitada por el viento recordé, ni su largo vestido se movía a su compás.
A la razón del día, llegué a la conclusión de que había sido un sueño, o una pesadilla. Me costaba entender cómo podía haber tenido un sueño tan real, pero era la única explicación.
La siguiente noche y la otra y otra más, al ir a la cama hacia la ceremonia de asomarme sigiloso a la ventana por si estaba ella, pero no, no aparecía y cada día encontraba más irreal el tema. Empecé a olvidarlo. Fue el décimo día exactamente, otro día ventoso que la vi en la puerta de mi jardín.
Esta vez no quise precipitarme. Saqué el móvil y tiré una instantánea. Bajé, me abrigué y salí a la calle. Nadie otra vez. Su hermosísima figura y su bello rostro coronado por generosa cabellera dorada, impertérritos al viento otra vez, pues todo formaba una figura estática, pero viva, habían desaparecido.
A pesar de tener la completa seguridad de no haber sido un sueño, era desconcertante, la hermosa mujer no aparecía en la instantánea que había hecho con el móvil.
Comenté el tema con el psiquiatra, que me escuchó atentamente tomando una copa de buen Rioja. No sé si entendí bien, pero me pareció que le dijo al camarero que me añadiera morfina en la bebida.
Volví a vigilar la entrada todas las noches y al ver que no aparecía, me di el plazo del décimo día, por si era mirona de costumbres fijas. Y lo era, pero esta vez apareció el noveno día.
Me lo tomé con humor y me puse a mirarla yo. Era hermosa, además de su bella cabellera, inerme al viento, el vestido evasé le marcaba perfectamente la figura, dos diminutos pero agresivos pezones marcaban el recorrido de unos firmes pechos “caídos para arriba” unas caderas perfectamente torneadas y un monte de venus que se adivinaba entre las curvas de sus muslos. Una pena que nunca esperara a que saliera a invitarla a entrar. Salí a buscarla claro, y no estaba.
Y al siguiente octavo día allí estaba y al siguiente séptimo y al sexto. Y siempre se repetía el mismo ritual. Conseguí llegar a la puerta exterior en cinco segundos, pero no sirvió de nada. Consiguió encender mi deseo hasta límites que nunca había experimentado. Estar enamorado de alguien, en silencio, es una crueldad. Y esa crueldad me desesperaba.
Puse mi esperanza en el turno del quinto día, que no hay quinto malo y en efecto. Ese día me miró, levantó una mano y me saludó, pero ya no estaba cuando llegué a la cancela.
El cuarto día me detuve a observarla detenidamente. Algo había cambiado a lo largo de los días y no me había fijado. Su cabello no brillaba en la oscuridad y el contorno de su cintura borraba la forma de sus muslos y descartaba toda sombra de su pubis, el pecho había caído a una posición normal y sus pezones no resultaban agresivos.
Al tercer día, me observaba una mujer madura, sonreía y las comisuras de sus labios formaban arrugas tristes.
Dos días después, permanecí en casa esperando la llegada de la noche y su presencia. El mismo vestido, la misma expresión, la misma sonrisa convertida en mueca, pero todo envolviendo a una mujer mayor, casi anciana.
Volví a escuchar el silbido del viento y el ulular de la borrasca. Un escalofrío recorrió mi espalda impidiéndome conciliar el sueño incluso después de la medicación.
Al día siguiente no me atrevía a abrir la cortina, quise ir directamente a la cama y entonces sonó el timbre de la puerta. Cautelosamente bajé a abrir y allí estaba al fin. Una vieja. Desdentada y mugrienta, que sin embargo me envolvió en una atmosfera inaudita. Me tomó la mano y me condujo al dormitorio. Desagradablemente desnuda se metió en mi cama y me invitó a acompañarla. Sin sentido del pudor ni del horror, me desnudé y yací con ella. Al rato se escucharon ruidos de caída de piedras y tierra sobre el tejado.
– ¿Qué es eso? – pregunté
– Es la tierra que arrojan sobre tu féretro, querido.
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